domingo, abril 23, 2006

Historia de una bisabuela




Mi bisabuela tiene 89 años. Dos hijos, cerca de 16 nietos y una chorrada de bisnietos. Se casó a los 15 años con un tipo que gozaba al vida y que falleció a los 45 años. De ahí en más, trabajó como negra vendiendo zapatos, paso tiempos oscuros y felices, siempre aplanando Santiago con su cuaderno Auca, siendo saludada en Universidades, Hospitales y Ministerios, manteniendo el negocio familiar de manera notable.

Siempre en micro, recién a los 70 y pico comenzó con dolores, los primeros tras el ataque artero del perro de una clienta, que le costó la sanidad de su cadera. Esta misma zona se vió dañada nuevamente tras salir disparada por la puerta de un micrero apurado. Todo eso la obligó a adquirir un bastón, permitiéndole seguir con sus rondas comerciales hasta entrados los 80.

El sábado falleció su hijo. Mi tio Tabo. 71 años. Derrame mientras dormía. La llamaron cerca de las dos, mientras se cocinaba el almuerzo, pues su hija y su yerno andaban de paseo en Mendoza con mi mamá. La Nenita sólo atinó a llamar a un tío, el que se encargó de contactarse con todos para organizar el viaje de mis abuelos a Iquique al día siguiente.

La noche del sábado, mi mama me relato como hizo para informar a mi abuela que su hermano había fallecido. Y no pudimos describir lo que sentirá la Nenita, que a sus 89 años, cuando en su orden de cosas ella debió haber fallecido hace bastante tiempo, debe sufrir la pérdida de su hijo menor.

Las madres nunca piensan en perder su hijo. Es al revés. Los retoños deben preparar el luto, las flores, el corazón y los recuerdos. Las enseñanzas y el aprendizaje es del mayor al menor. Y si esto no ocurre porque, según la afectada, lleva mucho tiempo viviendo, los sentimientos de culpabilidad deben ser enormes.

Supongo que la Nenita no volverá a viajar a Iquique. Me imagino que la Nenita se pondrá más mañosa de lo que es. Asumo que hoy, mas que nunca, la Nenita entiende que le queda poco. Creo que a la Nenita le queda menos de lo que pensábamos.

lunes, abril 17, 2006

Santa Semana

En algún momento de esta Semana Santa, mi madre me contó que, antiguamente, sus semanas santas era horribles. Sólo música sacra en un hogar donde estaba prohibido cantar, reírse e incluso, hablar muy fuerte.

Ya en mis tiempos, recuerdo que en las radios la parrilla musical, si bien no era sacra, predominaban las baladas de todo tipo. Como que no había que remecer nada. Y bueno, el tema de la carne era sagrado.

Pasados los huevitos de chocolate y los viajes a Algarrobo, el asunto se transformó en un fin de semana largo más, con carretes al por mayor, asados cuando se pudiera y todo lo que implican tres días de juerga.

Hoy, a mis 27 años, volví a Algarrobo. Y me aburrí como ostra. Como no había huevitos de chocolate, las expectativas no fueron dulces. Y aunque mi madre lanzó la brillante idea de esconderme seis latas de Brama en varios rincones helados de la casa, pareciera que en este fin de semana se juntó todo el aburrimiento que debí haber padecido en los 26 años anteriores de Semana Santa.

¿Existe algo peor que estar aburrido? Si claro, el SIDA en África, los familiares de Detenidos Desaparecidos y un largo chorizo de sufrimientos humanos indescriptibles, pero mantengamos las cosas en perspectiva.

¿Hay algo peor que esa sensación de que nada ni nadie te va a sacar de ese estado catatónico donde todo lo que te rodea es inútil? Mirar el techo mil veces y repetir “ahí no esta la clave para entretenerse. Leer El Sábado por quinta vez y encontrar fome a Liberty Valance. Ver por trigésima primera vez “Jesús de Nazareth”. Conectarse 200 veces a La Tercera, esperando que, por el refresh 76, haya caído un avión en los Campos Eliseos, o al menos que Pinilla haya hecho un gol.

Pero no. A esta alturas, Jenna Jameson me parece desabrida, fumo para mover los dedos, mi piernas están heladas, y creo que mi bisabuela, que duerme hace tres horas, debe sentir emociones más fuertes que las mías. Envidio a las ostras solteras y me veo en la obligación de tomarme algunos de mis huevos de chocolate.

En días como hoy, hasta mis vicios me aburren.

domingo, abril 09, 2006

Nuestro mejor índice


Maní barato y pencas dulcecitos de cortesía amenizan el combinado a elección, que igual importa un carajo porque, sea ron, pisco o whisky, suele ser de dudosa calidad. Esto, en un entorno iluminado por ampolletas de 40 watts tenues, una generosa instalación de espejos en techos y paredes, y un televisor de 12 pulgadas, sin control remoto, que en algún canal azaroso, generalmente el 2, 3 o 4, pasan una película en VHS donde las vergas son descomunales, los gemidos a granel y el tracking de la cinta es pésimo.

El espacio que entregan la mayoría de los moteles en Santiago suelen ser risibles. Algunos, dependiendo del bolsillo del consumidor, son de frentón ordinario. Puertas cuyo seguro es el típico ganchito de las ventanas antiguas, con una aislamiento auditivo inexistente, lo que no solo te permite escuchar las copuchas de las señoras del servicio, sino también la juguera que prepara una vaina de horrible sabor, debo agregar.

Cuando las vergüenzas descritas anteriormente son superadas de manera digna, existen otros elementos que causan risas. Y como el sistema sanitario es enorme, las interconexiones entre baños dan paso a un canal auditivo tan claro como la telefonía satelital. Así, podemos escuchar a damas de dudoso origen social cantando “haciendo el amor, haciendo el amor, toda la noche”, mientras se ducha con su pareja que, efectivamente, le hace el amor.

Sin embargo, y aunque esto depende de los asistentes, la previa y el cierre al ya indigno estribillo anterior deja recuerdos memorables. Pequeños espacios que asemejando confesionarios cerrados con cortinas, adornan los pasillos de algunos moteles, donde los enamorados deben esperar su turno. Y aunque la dama de servicio estime conveniente dicha medida, es poca la privacidad que existe cuando el cuchicheo está a la orden del día tras la desaforada advertencia de doña Rosa, que grita a doña Juana “Oye!!! No quedan con jacuzzi!!!”.

Tras las risas, decido retirar a mi compañera de tan indigno lugar, del cual éramos asiduos asistentes sólo por el jacuzzi. La noticia no cayó del todo bien a dos damas del servicio, que cuando nos vieron salir, corrieron a buscarnos. De haber ido a pie, la vergüenza hubiese sido peor, puesto que las ubicaciones de ciertos moteles son populosas, y no faltan los imberbes que eligen ese momento de rubor, vista al suelo y caminar rápido, para gritar cosas como “le temblan las cañuelas socio” o el ya clásico “wena cuñao”.

Pese a todo esto, seguimos mirando con orgullo las cifras internacionales, que ubican a Chile como el país con mayor moteles per cápita. Somos los chilenos cacheros, El Chacal de Nahuelcatre, da lo mismo si es en un lugar decente o en la Pica de On Chito. La wea es que culiamos harto. Amén.

lunes, abril 03, 2006

Marditos


Ya muchos han escuchado en estos días como distintos personeros han defendido y atacado la inexorable alza del TAG por concepto de “aglomeración automotriz ” en ciertos tramos de las flamantes autopistas urbanas. Una especie de “impuesto al taco” que no requiere mayor explicación porque ya estamos algo chatos del tema.

De un tiempo a esta parte, Santiago se ha transformado en una urbe demasiado grande para nuestra subdesarrolladas cabecitas. Con un parque automotriz que ha crecido de manera exponencial en los últimos años, las calles de la capital, no algunas, sino todas, a ciertas horas, son imposibles de circular.

Me imagino que muchos están en la obligación de mamarse el taco del día. Pero, en este caso, escucha el sabio consejo de mi madre, que dice “¿y pa’ que voy a salir a webear en auto a la hora del taco? ¿Pa joderle más la vida a los pobres weones que TIENEN que andar en auto a esa hora? Ni cagando. Me espero nomás”. Y en base a esa premisa, ordena sus actividades del día.

Sabias palabras. Pero en este entorno, hay algo que me complica un poco más que el simple y mortal taco, y es que, creciendo Santiago como lo hace, porque se quejan tanto del aumento del TAG si la idea de ese sistema de funcionamiento es, exactamente, transformar el automóvil en un vehículo de lujo. Que cueste plata tener un auto. Que sea caro, ostensiblemente caro, patalee quien patalee.

Ok. Santiago es grande. Muy grande. Y el sistema de transporte público es, francamente, como el pico-zorra (no ven que todo es paritario ahora). Y sí, los problemas de diferenciación social serían dramáticos si sólo los acomodados hijos de empresarios-ladrones tuvieran un Palio para salir a bailar a la Punta Brown, o la disco de turno. Pero esos son problemas de base de una sociedad que, físicamente, es más grande que su civilidad. Igual que un niño grande que no controla sus movimientos y bota todo a su alrededor.

Pero en estos casos pienso en Londres. Ciudad-centro de una enormidad de comunidades satélites que pululan, interconectadas por una especie de metro-tren realmente útil, y donde hay de todo, hasta equipos de fútbol de importancia mayúscula. Esto se acerca tanto a lo que ocurre en Maipú o La Florida, o, más allá, San Bernardo, pueblos tranquilos donde una bicicleta sirve para andar de un lugar a otro.

Pero no. Acá se les sube un poco un impuesto y todos lloran y gritan y patalean. Los tipos quieren auto barato, con bencina barata, costo barato y tarifas de conducción baratas. Y claro, contaminación barata, congestión barata y amarguras baratas.

Me quedo con mi bici, que es más barata, aunque no puedo coquetear sin arriesgar una soberana sacada de chucha.